Lun. Sep 9th, 2024

Adolfo Gilly

El Estado no es una cosa o una institución suprema, sino apenas uno de los subproductos de la historia. El Estado es un proceso relacional entre seres humanos conformado en el tiempo largo y sujeto a sucesivas y no previstas mutaciones. Esto nos dicen varios autores, entre ellos Rhina Roux en El príncipe mexicano, Philip Corrigan y Derek Sayer en El gran arco: La formación del Estado inglés como revolución cultural y, por supuesto, toda la escuela que desciende de Antonio Gramsci.

Visto desde cada sociedad, el Estado es una relación de dominación y subordinación a veces estable, a veces conflictiva, pero cuyos dos términos complementarios y contrapuestos —la dominación y la subalternidad— viven sus conflictos dentro de un marco común de ideas y creencias compartidas, aunque diversamente interpretadas por los unos y los otros. Ese proceso relacional está atravesado y regido por la violencia y el consenso, como una especie de corriente alterna y discontinua.

Una revolución es una ruptura violenta de esa relación por parte de los subalternos. Es, en otras palabras, una insubordinación.

La Revolución mexicana, como todas las demás que poblaron el siglo XX en el planeta, fue hace un siglo una insubordinación radical contra uno de los sucesivos órdenes de la dominación y la opresión, antes aceptado de buen o mal grado por sus subalternos, quienes activamente habían participado en su creación. Fue una ruptura violenta e intempestiva de una institución estatal —el Estado porfiriano, para entendernos— en la cual se materializaba una relación de mando-obediencia, una forma política de la dominación que los subordinados ya no aceptaban. Esas reglas del mando y la obediencia, que hasta les parecían naturales antes que sociales, se les habían vuelto intolerables y por lo tanto innaturales.

Una revolución, una insubordinación, como en esos mismos nombres está dicho, es impensable como estado de cosas permanente. Ella destruye una forma de la relación de mando-obediencia y en su curso va creando e instituyendo otra, primero establecida, después negociada vez por vez dentro de las normas de civilización y cultura que esa sociedad conoce y comparte.

La insubordinación no es un estallido espontáneo ni una conmoción de la naturaleza, símiles falaces y empobrecedores. Es un acto de la voluntad humana múltiple, que no se puede comprender ni explicar como tal si se ignora que esa voluntad se forma en la historia: en la experiencia larga de la dominación, el despojo y la opresión vividas por los ancestros; y en la experiencia corta de la generación viva acerca de los actos y las ofensas del poder existente, heredero y usufructuario de esa historia.

Dije ofensas, y al decirlo dije también y sobre todo humillación, esa relación atroz en que se condensa el hilo invisible e interminable de las dominaciones. La insubordinación, que a escala de una sociedad se llama “revolución social”, es la ruptura violenta de ese hilo, cuando aflora en acción común (en acción de la comunidad) la ancestral convicción, sobrellevada pero no aceptada, de que “esto no es justo”. Es cuando los que se sublevan se lanzan a romper el antiguo orden vuelto insoportable, a vengar con violencia las humillaciones, a afirmar su propia condición humana en la acción, esa acción que en tiempos normales se llama trabajo y en tiempos extraordinarios se llama revuelta, rebelión, revolución, insubordinación.

Así fue como en múltiples estallidos locales, no coordinados y simultáneos, fue surgiendo en México la División del Norte, ese inesperado ejército fugaz de los “revoltosos”, cuya esencia se había anunciado ya desde el primer día de la Revolución, el 20 de noviembre de 1910, cuando una partida de rebeldes mal armados y disparejamente montados tomó por un momento la ciudad lagunera de Torreón al gozoso grito de “Ahora es tiempo, yerbabuena, de que des sabor al caldo” y luego se remontó a los cerros para seguir y extender las resonancias de su grito.

Qué queda de todo aquello y de sus secuelas, me andan preguntando un siglo después. ¿No será que ya todo murió? La pregunta no tiene sentido. Está vacía. Tanto, que la primera respuesta que se me ocurre es provocadora. Quedan, por ejemplo, el Pedro Páramo de Juan Rulfo, el Pasado en claro de Octavio Paz, y hasta el Perseo vencido de Gilberto Owen, ninguno de los cuales habrían sido como son, ni tampoco Rufino Tamayo o Francisco Toledo, si la historia mexicana del siglo que fue el de ellos hubiera sido diferente.

Claro: si se reduce la Revolución a las instituciones que surgieron después, que ella hizo posibles y que sus dirigentes vencedores construyeron como su forma propia de dominación, entonces sí, quién sabe cuánto de ellas vaya quedando en la política del partido conservador y ultramontano hoy en el poder. Pero una revolución no se reduce a ese oxímoron cínico encarnado en el nombre del Partido Revolucionario Institucional, emblema de la resignación política y la subordinación clientelar.

Una revolución, una tal insubordinación general de los subalternos, deja para siempre un mito en el imaginario de las sucesivas generaciones, en el sentido en que lo definía Antonio Gramsci en sus Notas sobre la política de Maquiavelo: “El Príncipe de Maquiavelo podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del ‘mito’ de Sorel, es decir, de una ideología política que no se presenta como una fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.

Una revolución, por tanto, no se puede reducir o asimilar a las instituciones que surgen de ella, equívoco cultivado por el PRI y por todos los gobiernos posrevolucionarios. Hace ya más de un siglo, allá por el 1900, en su clásico Reforma o revolución definió la cuestión Rosa Luxemburgo, esa mujer que nunca se habría metido en la insensata discusión izquierdista sobre la “vía armada” o la “vía pacífica”:

La reforma legislativa y la revolución no son métodos diferentes de desarrollo histórico que puedan elegirse a voluntad del escaparate de la historia, así como uno escoge salchichas frías o calientes. La reforma legislativa y la revolución son diferentes factores del desarrollo de la sociedad de clases. Se complementan entre sí y a la vez se excluyen recíprocamente, como los polos norte y sur, como la burguesía y el proletariado.

Cada Constitución legal es producto de una revolución. En la historia de las clases, la revolución es un acto de creación política, mientras que la legislación es la expresión política de la vida de una sociedad que ya existe. La reforma no posee una forma propia, independiente de la revolución. En cada periodo histórico la obra reformista se realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última revolución y prosigue mientras el impulso de ésta se haga sentir. Más concretamente, la obra reformista de cada periodo histórico se realiza únicamente en el marco de la forma social creada por la revolución. Éste es el meollo del problema.

Las revoluciones pasadas ni perduran ni se extinguen. Permean y se transfiguran en la vida social como cultura propia y como herencia recibida de las generaciones precedentes. Se vuelven mito recurrente, formas imaginadas del Principio-Esperanza, “fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”.

Me preguntan ahora si la Revolución mexicana se ha ido muriendo. No entiendo la pregunta: ninguno es inmortal, si es eso lo que inquieren. Pero aún nombramos en México a Nezahualcóyotl, y en Bolivia a Tupaj Katari, y cuando se arma una de Dios es Cristo todavía decimos “aquí ardió Troya”.

Los mitos nacidos de la vida no se mueren. Son transfiguraciones de la experiencia. Generaciones van, generaciones vienen, mas la experiencia, esa herencia inmaterial, transfigurada siempre permanece.

Como termina por saberlo quien se asome a las historias de la historia, las de Homero, Esquilo o Virgilio si se quiere, o a estas otras que con arte y saber nos narran, aquí nomás cerquita, Miguel León-Portilla o Alfredo López Austin, es condición humana que así sea.

Adolfo Gilly. Historiador. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es autor de La revolución interrumpida y El cardenismo: una utopía mexicana.